jueves, 22 de marzo de 2018

Se me olvidó cómo escribir.

A nuestra querida protagonista, se le olvidó cómo escribir. 
Ana era pequeña, cuando la literatura le llegó. Entre cuentos y palabras, por completo la atrapó. Leyó y leyó, absorta en cantares. Leyó y leyó, de memoria los finales. 
Los finales se sabía de derecho y de cabeza, desde la A hasta la Z, todos los autores leyó. Desde la A hasta la Z, la atrapó y la atrapó. 
Ana cedió, ante la presión de sus alrededores. Tomó un lápiz y escribió renglones y renglones. Galardonada fue, entre todos los menores. Su prosa y sus versos eran un sin igual. 
Ana creció rodeada de verbos, adjetivos y palabras. Mientras crecía su adolescencia no cesó de escribir. Convencida estaba, pues, de su afinidad a la pluma. Y convencida por el resto, escribió y escribió. 
Noche tras noche, día tras día. Ana escribía sin descansar. Su único objetivo era llegar a  sus lectores, entre los cuales estaban papá y mamá. Guiada por su familia, finalmente se decidió, y entonces a letras fue donde entró. 
Estudió y estudió, noches enteras. Estudió y estudió, sin descansar. 
Mientras estudiaba, Ana crecía. Y mientras más crecía, más dejaba de rimar. 
Entonces encontró letras desconocidas, fonogramas y silabarios del otro lado del mar. Ana leyó, pese a los dolores de cabeza. Ana estudió, pese a no estar bien. 
Papá y mamá preguntaron cómo le iba, la institución rápidamente la galardonó por sus calificaciones. Ana estudió, fue la mejor. Pero mientras Ana estudiaba, dejó de escribir. 
Ya con título en mano, no soportaba ver el papel. Ese blanco brillante que siempre se burlaba cada vez que iba a su escritorio. "Tengo que escribir algo" pensó, "tengo que escribir y ser la mejor". 
Los días pasaron, y Ana no podía escribir. Algo no encajaba en su lugar. Cuando leía, la magia volvía y podía ver coloridos universos a su alrededor, ese no era el problema. Cada vez que escribía, una nueva hoja terminaba en el basurero. 
Eso no la detuvo.
Ana escribió y siguió estudiando, "es lo mejor" pensó. Así recobraría su toque al mismo ritmo que avanzaba profesionalmente. La duda no tardó en llegar. 
¿En qué momento se había decidido, en qué momento pensó que podía escribir? No. Ella podía, ¿qué motivos tendría su alrededor para mentirle? Hizo memoria, no recordaba haberle mostrado nunca sus escritos a alguien más, a alguien anexo. La idea la irritó. Y Ana... escribió y escribió.
Aún no podemos terminar de contar todos los títulos que recibió, desde filología a antropología terminó por estudiar. Estudió Historia y Derecho, Filosofía y Ciencias. Y Ana, ¿Ana? no podía escribir. 
"Se me olvidó cómo escribir" pensó entonces, y su cabeza chocó contra la madera del escritorio. 
"Muy existencialista y vacío. Sirve, pero no es novedoso", Ana rechistó, dejando otro cuaderno terminado con el montón.
Suspiró. 
Tenía que escribir algo, ella era la mejor. Y si no era la mejor, conocía las letras mejor que cualquier otra persona en el mundo. Tan ocupada estaba hallando su inspiración, que los años pasaban y ni varón ni fémina llegó a su habitación. Ana tenía una amiga, a la que consideraba inferior en gustos intelectuales, pero ella la aceptaba y la acompañaba hasta el final. Carmen era panadera, esforzada de toda su vida, y acostumbradas a las penas estaba ya. 
Todos los días, sin ningún descanso, Ana se quejó sin disfrutar ni un segundo. Carmen la escuchaba muy atentamente y siempre le decía "¿por qué no sacas a alguien a bailar?". Ana muy burlesca, rechazó su invitación "Tantas veces lo has preguntado, y aún crees que es una opción". 
Hallaría su inspiración, la tendría de vuelta. Escribiría como nunca tal como pequeña. "Es una lástima" pensó "por alguna razón, no conservo ningún manuscrito de cuando era pequeña". ¿De qué se trataban sus primeras historias? No podía recordar. Otro día pasó en vano, y no pudo escribir. 
No fueron sólo días, también pasaron años. 
Pasaron décadas y Ana jamás estaba conforme. 
Ya de avanzada edad, Ana se quejó "qué vida más absurda" y dejó de intentarlo. 
Miró a su alrededor, Carmen ya no estaba. A veces extrañaba esa dulce vocecita que la hacía reflexionar, "querida amiga, donde quiera que estés, debes estarte riendo de mí. Al final, mírame, saldré a bailar". 
Ana tomó su vestido, entre su colección el más bello, totalmente decidida salió a bailar.
Bailó y bailó, por todas las calles. Bailó y bailó, y también sonrió. 
Era tan absurdo, ¡tan banal! No sabía bailar. 
Sus pies se movían y parecía que se fuese a caer.
Su sentir era extraño, no era como lo esperaba. Su vida y sus palabras, ya no parecían rimar. Empezó todo con un ritmo rico y coqueto, su vida de pronto ya no pudo controlar. ¿Cuándo fue? Quien sabe. Hay quienes dicen que ni su historia se puede con gracia contar. 
Ana bailó y bailó, pero no sintió la magia. Nada rimaba y no tenía sentido. 
¿No era este, su final de cuento? ¿No era este, el ocaso perdido? Porque siempre, siempre que un protagonista sufre, al final sus errores son enmendados. Ana lloró durante toda la noche.
No había final feliz como ella hubiese deseado, sólo tristes lágrimas de una vida desperdiciada. Oh, Ana. Como si nos pudieses engañar. Ni siquiera intentaste realmente bailar. Sus pasos fueron falsos, como también su corazón. 
Lo único que deseaba, era su final de cuento, aún si se tenía que convertir en el antagonista principal. ¡Oh, el dolor! ¡Oh, el sufrimiento! La oda a tan malas experiencias hoy en día es tan popular. Una lástima que sus conocimientos no llegaran a la vida real. No recobró la rima cuando se dio cuenta que su vida desperdició; no recobró ni la alegría ni los colores que la literatura en su rostro algún día pintó. Todo fue desplazado por el maldito rencor. 
Derrotada y sola, Ana caminó. 
No podría engañar a los juicios de la vida. No habría final feliz ni una chispa brillante. 
"Aún tengo una oportunidad" pensó, "después de la muerte siempre nos aprecian más". 
Preparándose para la hora final, escondió abiertamente todos sus manuscritos. Dentro de su casa no había rincón sin un papel. 
Taco alto y una chaqueta larga; sumamente digna frente alta hasta el final. Salió un día de tarde a la avenida principal, los noticieros no tardaron en documentar su triste final. 
Hoy, 100 años en el futuro, se sigue hablando de Ana. Serías considerado un idiota si su nombre no pudieses reconocer. Cuentan que después de la noticia de su trágica muerte su nombre se escuchó por semanas, meses y años; pronunciado en tele, cable y radio. Habían encontrado en su casa nada más ni nada menos  que un texto de sumo reconocimiento.
Destacaron sin parar, con la verborrea de los medios, todos los títulos y años que Ana invirtió en su educación; todos los premios que ganó de niña y la profunda pena de la pérdida de tanto talento. 
"Un poco de ajo y una pizca de sal",

cuando entraron a su casa, los críticos populares pasaron de todas las obras que Ana se molestó en dejarles antes de morir. "Basura" comentaron "y nada original", mas había algo que salvaba y era fenomenal. 
"¡Debió ser toda una genio culinaria, a quién se le ocurriría hacer este pan!" 
Los chefs de todo el mundo honraron su legendario conocimiento del sabor. Entre todos los medios alababan la receta que Carmen le dejó.  


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